Esta semana finaliza la edición de noviembre del Club de Lectura de la bilbioteca de la universidad, en la que hemos leído la novela de Mary Shelley Frankenstein o El moderno Prometeo.
A continuación os dejo la última entrada del club, un post más personal a modo de resumen de lo que ha sido para mi conocer a fondo esta novela, que no había leído, y que a partir de ahora estará entre mis lecturas favoritas.
Mis primeros monstruos
La criatura del doctor Frankenstein fue mi primer monstruo. Bueno… en realidad no. Si soy del todo sincera, el primero fue Belfegor, el protagonista de una serie francesa, Belfegor, el fantasma del Louvre, que ponían en la tele cuando yo tenía ¡cuatro años! Increíblemente, todavía recuerdo al personaje como si le estuviera viendo ahora mismo. Aquí os dejo una imagen para situarnos.
Mis padres seguían la serie con auténtica devoción. He leído que llegó a tener un share del 98%, aunque claro, en 1966 tampoco había demasiadas alternativas: básicamente existía el canal 2 y poco más. Aun así, el éxito fue enorme. Cuando empezaba el capítulo, a mi hermano y a mí nos mandaban a la cama… pero ya se sabe: algo siempre se acaba viendo. Y Belfegor fue el primer personaje que de verdad me dio miedo. Curiosamente, los villanos de los cuentos nunca me habían impresionado demasiado.
Dejando a Belfegor a un lado, la criatura del doctor Frankenstein fue el primer monstruo del que conocí la historia completa. También llegó a mí a través de la televisión, en la inolvidable versión para el cine de James Whale, protagonizada por Boris Karloff. Y lo curioso es que nunca me dio miedo. Todo lo contrario. Mi hermano (le llevo solo un año) y yo sentíamos una enorme simpatía por aquella criatura torpe y desvalida. Quizá era por cómo agitaba los brazos, asustado al ver el fuego, o por esos zapatos enormes que parecía no saber manejar. El caso es que nos daba pena.
De hecho, en la escena final, siempre nos parecieron mucho más aterradores sus perseguidores, con las antorchas y los perros, que el propio “monstruo”. A él le habíamos cogido cariño.
El personaje que sí nos producía auténtico pavor era otro muy distinto, salido también de la imaginación de una escritora victoriana: Charlotte Brontë. Hablo de Bertha Mason, la famosa “loca del ático” de Jane Eyre, publicada en 1847. En la novela, Jane es contratada como institutriz en Thornfield Hall, la mansión del señor Rochester, aparentemente viudo… aunque en realidad su esposa, mentalmente inestable, vive encerrada en lo alto de la casa. Bertha no salía hasta el final de la serie, pero su risa alocada, que se oía por las noches en la mansión, nos daba terror.
María Luisa Merlo como Jane Eyre José Bódalo en Un enemigo del pueblo
En aquellos años había dos programas fundamentales para acercar la literatura al gran público: La Novela y Estudio 1. Gracias a ellos descubrí historias como Los miserables, El conde de Montecristo, Jane Eyre y muchas más. También me permitieron asomarme al teatro, con montajes interpretados por los mejores actores y actrices del momento: el inolvidable José Bódalo en Un enemigo del pueblo, de Ibsen, o José María Rodero como Calígula, de Camus son solo algunos ejemplos. Viéndolos, sin saberlo, se fue gestando la afición al teatro que todavía hoy me acompaña.
Mucho tiempo y muchos libros después reapareció en mi vida la criatura de Frankenstein, no como un monstruo televisivo en blanco y negro, sino como libro, ya que lo elegimos para el club de lectura de la biblioteca, con todo lo que eso implica: tiempo, silencio y una lectura mucho más consciente. Y, sin embargo, al leerlo tuve la sensación de reencontrarme con alguien conocido. La criatura que yo ya había aprendido a querer seguía ahí, pero ahora tenía voz, pensamiento y una historia infinitamente más compleja y dolorosa.
La lectura de Shelley terminó de confirmar aquella intuición infantil: Frankenstein nunca fue una historia de terror en sentido estricto, o al menos no solo eso. El verdadero horror no estaba en la criatura, sino en el abandono, en la irresponsabilidad de su creador y en el miedo que sentimos ante lo diferente. La novela me obligó a mirar de otra manera a ese “monstruo” al que de niña ya había defendido instintivamente, y me hizo comprender hasta qué punto la empatía era una clave fundamental del relato.
Lo que empezó como una simpatía infantil por un ser torpe y solitario acabó convirtiéndose en una admiración profunda por una novela que sigue planteando preguntas incómodas y muy actuales: sobre la ciencia, la responsabilidad, la exclusión y, en definitiva, sobre qué es lo que nos hace verdaderamente humanos.
Mis monstruos nunca fueron exactamente monstruos. Ni Belfegor, ni la criatura de Frankenstein, ni siquiera Bertha Mason. Todos ellos me enseñaron, cada uno a su manera, que el miedo suele tener más que ver con lo que no comprendemos que con una verdadera amenaza. Quizá por eso Frankenstein sigue siendo una novela tan viva: porque nos obliga a preguntarnos quién es realmente el monstruo y quién decide ponerle ese nombre.
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